Hola No hace mucho efectué un llamamiento público a través de
una serie de preguntas relacionadas al grado de influencia de los
media sobre el fenómeno
ovni Hoy
hago lo mismo, pero esta
vez se trata de la literatura y los conceptos improbables lanzados por las que el escepticismo denomina pseudociencias
Espero que se sumen muchas voces a este
ejercicio dinámico e interactivo, no me fallen.
Comenzaremos por un tema cautivante de por
sí: los mundos
Paralelos
MIR
La noche
boca
arriba [Cuento. Texto
completo]
Julio
Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar
enemigos;
le llamaban la guerra florida. |
A mitad del largo
zaguán del hotel pensó que debía
ser
tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón
donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de
la esquina vio que eran las nueve menos
diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba
entre los altos edificios del centro, y él
-porque para sí mismo, para ir pensando, no
tenía
nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La
moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco
le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios
(el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas
de la
calle
Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el
verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con
poco
tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las
aceras, apenas demarcadas
por
setos bajos. Quizá algo distraído, pero
corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar
por la tersura, por la leve crispación
de ese día apenas empezado. Tal vez su
involuntario relajamiento le impidió
prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina
se lanzaba a la calzada a pesar de las
luces verdes, ya era tarde para las
soluciones fáciles. Frenó con el pie y
con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el
grito de la mujer, y junto con el choque
perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del
desmayo. Cuatro o cinco hombres
jóvenes lo estaban sacando de debajo
de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le
dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía
soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no
parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban
con
bromas y seguridades. Su único
alivio fue oír la confirmación de que había estado en
su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo
llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo
que
la causante del accidente no tenía más que
rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le
hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones,
recuerdos, despacio, éntrenlo
de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber
un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña
farmacia de barrio.
La ambulancia
policial llegó a los cinco
minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a
gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos
de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El
brazo casi no le dolía; de una cortadura en la
ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los
labios para beberla. Se
sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y
nada
más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy
estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me
la ligué encima..." Los dos rieron
y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le
deseó
buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo
llevaban en una camilla de
ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles
llenos de pájaros, cerró los
ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron
largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando
una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una
camisa grisácea y dura. Le movían
cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras
bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido
por
las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi
contento.
Lo llevaron a la sala de
radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se
puso a mirar la radiografía.
Manos
de
mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una
camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con
algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una
seña a alguien parado atrás.
Como
sueño
era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca
soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a
la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de
donde no volvía nadie. Pero el olor
cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la
noche
en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural,
tenía que huir de los aztecas que andaban a
caza de hombre, y su única probabilidad era la de
esconderse en lo más denso de la
selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que
sólo
ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el
olor, como si aun en la absoluta
aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no
era
habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele
a guerra", pensó, tocando
instintivamente el puñal de piedra
atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido
inesperado lo hizo agacharse y quedar
inmóvil, temblando. Tener miedo no era
extraño, en sus sueños abundaba el
miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto
y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro
lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de
vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido
no se
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que
escapaba como él del olor a guerra. Se
enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía
allí como el olor, ese incienso dulzón de la
guerra florida. Había que
seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A
tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más
duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido
echar a correr, pero los
tembladerales palpitaban a su lado. En el
sendero en tinieblas, buscó el
rumbo. Entonces sintió una
bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia
adelante.
-Se va a caer de
la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,
amigazo.
Abrió los ojos y
era
de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la
larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi
físicamente de la última visión de la pesadilla. El
brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed,
como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle
mucha
agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido
dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de
quedarse despierto, entornados los
ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de
cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito
blanco que pusieron al lado de
su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del
muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía
hasta un frasco lleno de
líquido opalino. Un médico joven
vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo
sano
para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las
cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro,
eran
reales y dulces y a la vez
ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y
pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.
Vino una taza de
maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trozito de pan, más precioso que todo
un
banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía
nada
y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces
una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de
enfrente viraron a manchas de un
azul oscuro, pensó que no iba a ser
difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al
pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el
sabor
del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero fue
una confusión, un atraer hacia sí
todas
las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía
que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo
cruzado de copas de árboles
era
menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la
calzada." Sus pies se hundían en un colchón de
hojas
y
barro, y ya no podía dar un
paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las
piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y
el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada
estaba cerca, con la primera luz
del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo
él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos
hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas
los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y
la súplica a la Muy Alta, a la
dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que
los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro,
y la espera en la oscuridad del chaparral
desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado
con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si
conseguía refugiarse en lo profundo
de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de
las ciénagas, quizá los guerreros no le
siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya
habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el
tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la
señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del
tiempo sagrado, del otro lado
de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal
en mano. Como si el cielo se incendiara en el
horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy
cerca. El olor a guerra era
insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió
placer en hundirle la hoja de
piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos
alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una
soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre
-dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me
operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la
noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del
fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a
veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso,
sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas
cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las
poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían
puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió
del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala,
las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener
tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como
un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto.
¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de
fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había
ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el
choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo
o lo
que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la
sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad.
No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera
pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque,
el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del
pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del
brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la
rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse
sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al
médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo
despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta
afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera
descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de
la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como
dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a
reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de
filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó
a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en
todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso
enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba
estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío
le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían
arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del
final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo,
oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba
en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco
que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era
él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su
cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final
inevitable. Pensó en sus
compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya
los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no
podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez
como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo
interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le
hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta
que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la
doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz.
Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los
sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se
reflejaban en los torsos sudados, en
el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado,
siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo
llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante,
alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo
que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo
llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca
viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él
la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no
acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre
lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en
la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él
no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que
era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un
brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la
sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero
sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de
agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra
azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones,
el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada
vez que cerraba los ojos las veía formarse
instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del
saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que
pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa
hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos
abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo,
con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó
a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el
pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el
techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y
los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le
cayó
en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se
cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el
cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se
abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata,
ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las
hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la
piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los
pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las
escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados,
gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría,
porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo
cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la
figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el
cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a
cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a
despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había
sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que
había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con
luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme
insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira
infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también
alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él
tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre
las hogueras.
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XIII Premio de Novela Ateneo
Joven
EL MAPA DEL TIEMPO : LOS MUNDOS
PARALELOS
Londres, 1896. Innumerables
inventos hacen creer al hombre que la ciencia es capaz de conseguir
lo imposible, como demuestra la aparición de la empresa Viajes
Temporales Murray, que abre sus puertas dispuesta a hacer realidad
el sueño más codiciado de la humanidad: viajar en el tiempo, un
anhelo que el escritor H. G. Wells había despertado un año antes con
su novela La máquina del tiempo. De repente, el hombre del siglo XIX
tiene la posibilidad de viajar a otras épocas, como hace Claire
Haggerty, una joven acaudalada e insatisfecha que está convencida de
que ninguno de sus pretendientes puede ofrecerle el amor verdadero.
Esa insatisfacción la llevará a viajar al año 2000, donde se
enamorará de un hombre del futuro, un hombre que en su época aún no
ha nacido, con quien vivirá una historia de amor a través del
tiempo. Pero no todos desean ver el mañana. Andrew Harrington es un
joven que pretende suicidarse al comprender que nada podrá borrar el
dolor que que siente por la muerte de su amada, una prostituta
llamada Mary Kelly, que fue la última víctima de Jack el
Destripador. Pero abandona la idea cuando le ofrecen viajar ocho
años en el pasado para salvarla de la muerte él mismo. Y el propio
H. G. Wells sufrirá los riesgos de los viajes temporales cuando un
viajero del futuro llegue a su época con la intención de matarlo
para publicar sus novelas con su nombre, obligándolo a emprender una
desesperada huida a través del tiempo, atravesando la II Guerra
Mundial y los años ochenta hasta perderse en un futuro tan remoto
como insondable.
En El mapa del tiempo Félix J. Palma teje
una fantasía histórica tan imaginativa como trepidante, una historia
llena de amor y aventuras que rinde homenaje a los comienzos de la
ciencia ficción, y transportará al lector al fascinante Londres
victoriano en su propio viaje en el tiempo.
EL MAPA DEL TIEMPO (6): LOS
MUNDOS PARALELOS
Os he mentido. Durante todo este
tiempo no he hecho otra cosa que mentiros vilmente. Mi novela El
mapa del tiempo no trata de viajes en el tiempo. Trata de mundos
paralelos, que ejercen en mí una fascinación aún mayor que los
viajes temporales. Mundos paralelos, sí, esos casi plagios del
nuestro que surgen cada vez que tomamos una decisión, cada vez que
escogemos un camino y rechazamos el resto, ramificando así el
universo, enmarañándolo o enriqueciéndolo, pero en cualquier caso
rebañando todas y cada una de sus posibilidades.
Los viajes en el tiempo han
fascinado al hombre desde siempre, especialmente a los científicos,
que no cesan de debatir sobre las posibilidades de que puedan
llevarse a cabo, y a los hacedores de ficciones, por supuesto, a
cuya imaginación ofrece unas alas incuestionables. Se dice que el
primer relato que trató el asunto fue El reloj que marchaba hacia
atrás, de Edward Page Mitchell, escrito en 1881. En nuestro
país, apenas unos años después, el dramaturgo español Enrique Gaspar
publicó El anacronópete, la primera novela de la que se tiene
noticia en la que aparece una máquina del tiempo, aunque sólo
permite viajar al pasado. Se trata de un libro delicioso por la
ingenuidad que hoy nos despierta, ya que el anacronópete, una enorme
caja de hierro fundido, solo necesita volar alrededor de la Tierra
en sentido contrario a su rotación para retroceder en el tiempo. Y
como no podía ser de otro modo, el funcionamiento de la máquina se
nos explica con todo lujo de detalles durante dos arduos pero
entrañables capítulos, según la moda impuesta por Verne. Si a alguno
le interesa esta obra, escrita en formato de zarzuela, puede
encontrarla en Minotauro, exquisitamente editada.
A pesar de que, como ya he dicho,
fue el primer autor en concebir el viaje en el tiempo mediante un
artefacto mecánico -hasta el momento se habían realizado usando la
magia, la hibernación, las drogas o la hipnosis-, nadie menciona a
Gaspar como precursor de los viajes temporales, sino a H. G. Wells,
quien con su novela La máquina del tiempo le arrebató toda la
gloria. No es extraño, ya que Wells fue mucho más hábil a la hora de
hilvanar una explicación científica verosímil, que mezcló, además,
con una especulación filosófica acerca del futuro. Con el correr de
los años, los escritores de ciencia ficción han ideado todo tipo de
formas de viajar en el tiempo, ya fuera con cachivaches similares a
la máquina de Wells, algunos con el añadido del desplazamiento
espacial, como los spider volantes que conducen los patrulleros de
Guardianes del tiempo, la novela de Poul Anderson, o mediante
otros métodos, como los portales temporales creados por algún
fenómeno natural o artificial de esos capaces de causar una fisura
en el continuo espacio-tiempo, o incluso, si me apuran, por el
despertar de una marmota, como sucede en la deliciosa Atrapado en
el tiempo.
Pero más interesante que el
cacharro en el que se realiza el viaje, es su por qué. Y hay un
motivo por cada escritor de ficciones, aunque el que se lleva la
palma es el de querer salvar el mundo, deshaciendo algún horrible
futuro mediante la eliminación del hecho del pasado que lo
desencadenó, que es a lo que últimamente se dedica Peter Petrelli en
Heroes. Pero los propósitos pueden no ser tan nobles, y nunca
falta quien pretende alterar el pasado con espurios fines
personales, por lo que incluso debe crearse una policía del tiempo,
como sucede en la entretenida Timecop, de Jean-Claude van
Damme. También pueden organizarse viajes de estudio, naturalmente,
aunque habría que vender muchas camisetas para viajar al jurásico y
presenciar las carreritas de los velociraptores. O realizarse con
fines turísticos, como ha hecho un servidor en El mapa del
tiempo.
Pero, ¿puede cambiarse el pasado,
ya sea deliberadamente o pisando sin querer la ubicua mariposa que
provocará la onda de cambio capaz de remodelar el presente,
bautizada en algunas ficciones como "cronoseísmo"? Los estudiosos y
creadores se dividen en dos bandos a la hora de responder esta
cuestión. Los aburridos dicen que no, que el tiempo posee un
blindaje que lo mantiene inalterable, una especie de autoconciencia
que vela por su cohesión, lo que evitaría que se produjesen
paradojas como la conocida paradoja de la abuela: ¿qué pasaría si
viajo al pasado y le vuelo la cabeza a mi abuela antes de que la
pobre tenga descendencia?
Evidentemente yo no llegaría a
nacer, por tanto, ¿cómo podría viajar en el tiempo para cargármela?
Eso viene a ser una variante de lo que le sucede a Marty McFly en
Regreso al futuro. No mata a su madre antes de que tenga
descendencia, pero sí logra por error que se enamore de él, en vez
de hacerlo de su futuro padre, por lo que el resultado es el mismo:
él no nacería. Aunque en la peli Michael J. Fox no desaparece al
instante, sino que dispone de tiempo extra para intentar reparar el
entuerto.
Pero
estábamos hablando de mí, el asesino de abuelas. Si eso ocurriera,
si yo viajara al pasado para eliminarla en un universo que resultara
inalterable, la pistola me estallaría en las manos, o fallaría el
tiro y mataría al oso que iba a devorarla, convirtiendo mi viaje en
algo necesario, pues lleva incorporado el cambio mismo. Al querer
matar a mi abuela, evitaría su muerte, mira por dónde.
La otra
teoría es mucho más atractiva, en mi opinión. Afirma que el pasado
no está protegido, que puede cambiarse a nuestro antojo. ¿Qué
pasaría entonces si viajara en el tiempo con el propósito de matar a
mi abuela? Pues que no llegaría a mi universo, sino a un universo
paralelo, idéntico al mío, salvo por un detalle: la presencia de un
viajero del tiempo. Así, el universo se escindiría en dos líneas
temporales: en una, mi abuelo ha sido vilmente asesinado; en la otra
sigue vivo, y yo provengo de dicha línea temporal aunque ahora esté
en otra.
Reconozco
que la teoría de los mundos múltiples me chifla. Me imagino que cada
vez que me enfrento a una situación donde existen dos o más
elecciones posibles, mi decisión ramifica el universo, que por
defecto se hace eco de todas las opciones posibles, y de algún modo
me sucede todo lo que puede sucederme. Así es el multiverso: el
superviviente de una tragedia aérea falleció en una realidad
paralela, el equipo vencedor perdió en el universo vecino, el beso
que no dimos a Elsa Pataky lo disfrutamos en el mundo que hay más
allá de nuestros sentidos. Así que siempre ganamos y perdemos, somos
felices y desgraciados, viajamos en metro y tomamos el autobús
también. Lo importante es estar en el universo menos jodido. Yo, al
menos, me alegro de estar en el universo en el que mi novela ganó el
Ateneo de Sevilla, y no en el universo vecino, en el que, dado que
todo es posible, lo ganó Sofía Mazagatos con una novela en la que
imitaba a su idolatrado Mario Vargas Llosa. http://correo.hispavista.com/Redirect/www.felixjpalma.es/node/44
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Philip K. Dick (PKD para los "amigos") es un escritor
de sobras conocido para los aficionados al género de ciencia
ficción. Por cierto, él siempre ha querido ser un escritor de
literatura general reconocido, pero escribía "novelitas" de ciencia
ficción para poder comer y, supongo, porque tampoco se le daba tan
mal. Acusado de escribir en algunas ocasiones bajo los efectos de
las drogas, escritor maldito para algunos y una auténtica figura de
culto para muchos, Dick es sobre todo controvertido, de ideas poco
convencionales y como él ha afirmado en alguno ocasión muy propenso
a meterse en líos. Asolado por numerosos traumas desde su infancia,
comenzando por la muerte a las cinco semanas de su hermana gemela
posiblemente por negligencia de sus padres, y con una agitada vida
amorosa acumuló ideas originales y extrañas sobre la religión, hasta
el punto de postular la existencia de una criatura divina a la que
llamó Cebra. En su novela Sivainvi, posiblemente autobiográfica,
expone sus ideas sobre esta identidad y él mismo aparece como
personaje, además desdoblado, como Philip K. Dick y Lovehorse Fat,
traducción de su nombre del griego al inglés y de su apellido del
alemán también al inglés. Acuciado por crisis psicóticas y sueños
variopintos a los que daba el poder de un oráculo, Dick
llegó a afirmar que él compartía su vida en dos mundos paralelos, el
nuestro y otro en el que el Imperio Romano nunca cayó y en el que él
era un cristiano de nombre Tomás. Estas ideas las expone en
su novela El hombre en el castillo en la cual uno de los
protagonistas pasa momentáneamente de su mundo en el cual el eje
había ganado la segunda guerra mundial a otro en el que, al igual
que en el nuestro, esto no había sucedido así. También resultó
polémica su intervención en la convención mundial de ciencia ficción
de Metz, Francia, en 1977 en la que afirmó:
continúa
leyendo acá
-- Mirta Cristina
Rodríguez http://correo.hispavista.com/Redirect/dosmentesideaymedia.blogspot.com/ Administradora http://correo.hispavista.com/Redirect/es.groups.yahoo.com/group/otrasinteligencias/ http://correo.hispavista.com/Redirect/es.groups.yahoo.com/group/otrasinteligencias-social/ http://correo.hispavista.com/Redirect/es.groups.yahoo.com/group/OIPolitikos/ http://correo.hispavista.com/Redirect/xat.com/Otra_sInteligencias_Social
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